Canción a la Cruz

¡Oh Cruz fiel, árbol úni­co en nobleza!
Jamás el bosque dio mejor tributo,
en hoja, en flor y en fruto.
¡Dul­ces clavos! ¡Dulce árbol donde la Vida empieza,
con un peso tan dulce en su corteza!

Can­te­mos la nobleza de esta guerra,
el tri­un­fo de la san­gre y del madero;
y un Reden­tor, que en trance de Cordero,
sac­ri­fi­ca­do en cruz, salvó la tierra.

Dolido mi Señor por el fracaso,
de Adán, que mordió muerte en la manzana,
otro árbol señaló, de flor humana,
que reparase el daño paso a paso.

Y así dijo el Señor: “¡Vuel­va la Vida,
y que el Amor red­i­ma la condena!”
La gra­cia está en el fon­do de la pena,
y la salud nacien­do de la herida.

¡Oh plen­i­tud del tiem­po consumado!
Del seno de Dios Padre en que vivía,
ved la Pal­abra entran­do por María,
en el mis­te­rio mis­mo del pecado.

¿Quién vió en más estrechez glo­ria más plena,
y a Dios como el menor de los humanos?
Llo­ran­do en el pese­bre, pies y manos,
le faja una don­cel­la nazarena.

En plen­i­tud de vida y de sendero,
dió el paso hacia la muerte porque él quiso.
Mirad de par en par el paraíso,
abier­to por la fuerza de un Cordero.

Vina­gre y sed la boca, ape­nas gime;
y, al golpe de los clavos y la lanza,
un mar de san­gre fluye, inun­da, avanza,
por tier­ra, mar y cielo, y los redime.

Ablán­date, madero, tron­co abrupto,
de duro corazón y fibra inerte;
doblé­gate a este peso y esta muerte,
que cuel­ga de tus ramas como un fruto.

Tú, solo entre los árboles, crecido,
para ten­der a Cristo en tu regazo;
tú, el arca que nos sal­va; tú, el abrazo,
de Dios con los ver­du­gos del Ungido.

Al Dios de los designios de la historia,
que es Padre, Hijo y Espíritu, alabanza;
al que en la cruz devuelve la esperanza,
de toda sal­vación, hon­or y gloria.